[ 25 / 10 / 2020 ]

    Sentí tu mirada de alarma en cuando solté aquella carcajada. Fue algo predecible pues mi tono de voz era alto y estruendoso, a veces incluso molesto, nunca pasaba desapercibido. Eso era más bien tu especialidad. Tú hablabas bajito y suave, como si tuvieses miedo de espantar tus propias palabras y que se alejaran de ti dejándote sin poder hacer nada para recordarlas luego. Sin embargo, a pesar de todos tus intentos, siempre dejabas las frases sin acabar. Y por mucho que intentara entender lo que querías decirme, acabábamos enfadadas por alguna cosa que dijera o alguna cosa que no llegaste a decir.

    Tenías la manía de debatir hasta las conversaciones más superfluas. No importaba qué tipo de terreno tocásemos, te salía natural encontrar el punto blando donde acercar la cerilla. Aunque no llegabas a incendiarlo. Era como vivir en un iglú con la chimenea encendida y la preocupación constante de que alcanzara la temperatura exacta para derretirse. Durante años me acostaba sabiendo que despertaría con aquella hoguera encendida, y me sentía bien con la calidez que emanaba, pero luego comencé a temer despertarme sin techo.

    No sabía cómo lo hacíamos que siempre llegábamos a un acuerdo contradictorio que mantenía nuestra casa acogedora y estable al mismo tiempo. Pero cuando yo te comenté mi preocupación por la solidez de nuestra casita de hielo, tú arrojaste más madera a las brasas, derrumbando los muros. Y menos mal, porque nos habríamos congelado.